
Hay ciertos vínculos que nos unen a las personas de por vida. Son lazos de raso fáciles de desatar. Solamente hay que tirar de una de las puntas para que se deslicen los recuerdos y aparezcan las imágenes que guardábamos en la memoria.
En Extremadura, donde viví hace más de veinte años, o sea ayer, se quedó una parte de mi vida que acabo de recuperar. “Volver…”, como dice el tango, “con la frente marchita las nieves del tiempo platearon mi sien”.
Así que, después de conducir durante ochocientos kilómetros, apareció el paisaje extremeño y se rellenó de jaras en flor, de amigos, evocación y querencias. Han sido días inesquecibles que es la traducción al gallego de “inolvidables” y que utilizo porque me parece que subraya más el sentimiento que yo tengo por todo lo que no se desvanece con el paso del tiempo.
En esa tierra extremeña, concretamente en Plasencia, durante un instante se me encogió el corazón. Fue cuando paseaba por las calles del entorno de la catedral y busqué con la mirada a Lúa, mi perra muerta hace catorce años, y que me acompañó durante todo el tiempo en que viví en esa ciudad. Fue una milésima de segundo. Su imagen impresa en mi fantasía correteaba por una pequeña plaza que olía al azahar de los naranjos en flor.